martes, 24 de noviembre de 2009

El club de los perdedores

Hace unos años nos juntábamos un grupo de familiares, cuñados y amigos cercanos a jugar fútbol en las multicanchas del viejo Estadio Nacional. Éramos seis a ocho entusiastas de cancha dura, pelota desinflada, camisetas de distintos colores, sin canilleras, sin hacer calentamiento y que únicamente nos reuníamos para divertirnos unas dos horas cada mañana de domingo, aburrida, de poco aliento, sin mucho más que hacer que dormir hasta la hora de almuerzo o sacudirse del peso del trabajo semanal moviendo un poco el cuerpo.

Todos teníamos un cierto pasado glorioso con el fútbol. Me refiero, por cierto, a lo que puede ser memorable a nivel amateur: participación en selecciones escolares o universitarias y en ligas de fútbol, de esas que abundan en los sectores altos de la capital. Todos teníamos alguna historia sabrosa con un ex futbolista profesional contra el que nos había tocado jugar alguna vez, alguna pelea con un árbitro, un gol inolvidable y muchos horas de tercer tiempo en algún bar. Eran historias que afloraban de repente, en el peloteo previo, en el sucio camarín, bajo el chorro de agua caliente que relajaba los músculos, o, en los asados familiares. Y ese pasado afloraba a chispazos, cada domingo, con alguna buena jugada, un buen pase, una pared fulminante o una finta quebradora. Éramos todos buenos para la pelota y lo pasábamos muy bien, haciendo jugadas notables y convirtiendo muchos goles.

Nuestro rival era siempre el mismo. Un grupo de gorditos más o menos de la misma edad nuestra, la que oscilaba entre los dieciocho y los cuarenta años, que un día aparecieron por ahí y no tenían rival. Jugamos una vez y quedamos de volver a juntarnos la próxima semana. Y así fue que ya casi no había que ponerse de acuerdo, porque sabíamos que el siguiente domingo nos volveríamos a enfrentar. Ellos venían siempre preparados con una pelota mejor que la nuestra, vestían camisetas de diferentes equipos del mundo y usaban zapatillas adecuadas para la superficie. Algunos elongaban un poco y daban unas vueltas alrededor de la cancha. Pero nosotros siempre les ganábamos. Y a veces por goleada. Con el Pablo al arco, el Julio moviendo la pelota por el medio, el Jaime siendo un patrón atrás, y con Rodrigo y el Salva jugando de punteros. Otras veces aparecían el Sergio y el Jorge. Todos podían hacer algo con la pelota. Pero nuestros rivales, no. A veces nos daban pelea, luchábamos hasta el final, pero siempre ganábamos, divirtiéndonos, y pensando que esta, ahora sí, sería la última victoria, porque ellos ya no volverían. Pero al domingo siguiente ahí estaban, dispuestos a ser vapuleados de nuevo.

Alcanzamos a jugar unos tres años en esas ripiosas canchas del Estadio Nacional, donde cada caída te dejaba algo de tierra entre medio de la piel y debía ser limpiado más tarde por una mano femenina y su Povidona Yodada. Nuestros rivales habrán ganado unas tres veces. No más. Se abrazaban efusivos y se iban felices, radiantes, a sus casas, mientras nosotros pasábamos la rabia de una semana agria, sin sentido, por no haber jugado bien y esperando con ansia el otro domingo para desquitarse con hartos goles esta afrenta. Nuestros rivales, pese a todo, eran buenos tipos. Celebraban nuestras buenas jugadas, no hacían fouls violentos y si lo hacían, perdían perdón. Siempre tiraban tallas y la vida parecía en ellos una ligera hoja, despreocupada, amena, sin mayores complejidades. Me caían bien. Todo se hacía en un ambiente de antigua cordialidad, aunque ni siquiera supiéramos sus nombres. Y porque además siempre les podía hacer el mismo desborde de la semana pasada como si fuera algo realmente nuevo. Eso sí, nunca entendí porque iban todos los domingos si siempre perdían. Creo que tal vez tiene que ver con el simple hecho de jugar y vestirse de corto. Nada más que vivir la ilusión de estar en un campo deportivo poniendo en suspenso toda conexión con la realidad, liberar algo de endorfinas y reír. Esto lo digo porque quizás ahora me toca a mí formar parte del club de los perdedores, porque en la liga donde yo juego ahora, cada domingo, un triunfo es más bien algo esquivo y evanescente, una verdadera ilusión.

Los domingos en el Nacional poco a poco se fueron haciendo rutinarios. Ya costaba alcanzar a hacer el equipo. Uno comenzó a faltar seguido. Había que buscarle un reemplazo. Otro llegaba de vez en cuando. Y el equipo al que le ganábamos siempre también empezó a faltar. Como si se hubieran dado cuenta de que no tenía ningún sentido ir a jugar cada domingo para ir a perder. Como si de pronto el mundo hubiera cambiado y surgieran cosas más interesantes que hacer. Todo fue muriendo de manera natural. Ante la nueva situación, jugábamos entre nosotros, tres contra tres, o contra algún equipo que de pronto apareciera. Pero ya no era lo mismo. Ya no nos divertíamos. Los rivales nuevos no eran tan respetuosos como los anteriores. Algunos eran agresivos y mala leche. A ellos no les daba lo mismo perder como a los anteriores. Una vez se armó una pelea. Hubo combos, insultos y narices rotas. A la semana siguiente nadie fue. Y a la subsiguiente tampoco. Ya nunca más volvimos a ir. Había sido la justificación perfecta para dar fin a algo que había terminado hace tiempo, cuando los perdedores dejaron de ir. Necesitábamos de ellos, pero ellos nos habían dejado por otras preocupaciones. Algo más importante que el fútbol. Algo que cambiara el repetido panorama de un domingo saliendo de la cancha cabizbajos, enojados, y, sin embargo, alegres. Habíamos perdido la esencia del juego, la pura diversión. Habíamos perdido su lección y nuestro alimento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario