martes, 6 de octubre de 2009

Santa Laura: santuario futbolero

"Amo a Santa Laura, no lo comparo con ningún otro del mundo, aunque los otros sean suntuosos, grandiosos y eso. Y lo amo porque es acogedor y querendón, porque allí el fútbol se paladea mejor y resulta más sabroso. Y lo amo por su tradición y por todo lo que ha hecho y sigue haciendo por el aporreado fútbol de mi tierra".
Renato González, Mr. Huifa.

"Tarde o temprano, Santa Laura irá engrosando los recuerdos y las añoranzas de un pretérito imborrable. Todavía quedan vestigios del antiguo frontón y la pelota vasca, de la bolera para goce de los asturianos, de las canchas de tenis por el ingreso a la galería norte. La piscina, en cambio, dio lugar a un amplio estacionamiento para automóviles. La metamorfosis grafica el cambio de épocas y por ende el cuadro costumbrista".
Julio Martínez.

El jueves 1 de octubre visitamos Santa Laura el Sapo, Enzo, Mauro y yo para presenciar el partido entre Unión Española y Vélez Sarsfield. El Sapo, viejo amigo de infancia, alguna vez me regaló una pelota de fútbol; con Enzo, un querido amigo argentino hincha de Boca, a veces ensayamos ridículamente algo de tenis; Mauricio Márquez, en cambio, es el autor de las fotografías que acompañan esta crónica y se animó a ilustrar esta página aportando desde su propio punto de vista: desde el lente de la cámara. Sin embargo, como fanáticos del fútbol que somos, de alguna forma los cuatro escribimos esta pequeña historia.


Las calles del barrio, sumergidas en una semipenumbra de barco apenas iluminado por la luna, descansan bajo los ancianos faroles de la misma forma que lo hace un señor apoyado en una pared -formalmente vestido, sesenta años, impecable chaqueta, chaleco y camisa, más un sombrero café de otra época- con la mirada algo perdida y apagada, no sabemos si está ebrio o es un fantasma que viene del Cementerio General a saludarnos.

Algunas personas van a comprar a la botillería algo para calentar la noche, mientras algunas mujeres solitarias en las puertas de sus casas miran para afuera aquella nebulosa que no forma parte ni tiene que ver con lo que, suponemos, está adentro: la casa ordenada a la hora del té previo a la telenovela, antes de cerrar los postigos, antes de dejar colgado en la cocina el paño que seca la loza y deja descansar por una noche más a la vieja cocina, compañera de silencios.

En los alrededores del estadio la gente camina sin apuro. Se trata de un partido por los octavos de final de la Copa Sudamericana, pero el hincha de Unión es, por naturaleza, doméstico, apacible, sin aspavientos. Les muestro a los muchachos la casa de mis sueños: aquella cuyo patio trasero da a la cancha dos de Santa Laura, donde alguna vez siendo adolescente jugué un partido de prueba pensando ilusamente que podría llegar a ser futbolista. Esa casa donde tal vez muchos de nosotros debimos haber nacido, esa casa en donde pasaron su infancia y juventud los amigos italianos de uno de mis hermanos. Alguna vez viví cerca de un estadio, muy cerca, a solo cinco minutos a pie y puedo señalar con certeza, pese a lo que dicen algunos vecinos asustados de otros estadios santiaguinos, que es el mejor barrio posible para vivir: el lugar donde cada cierto tiempo la gente se junta solo por pasión, gusto y amor por el deporte. Algo difícil de explicar, es verdad, pero que tiene relación con la nobleza y la fraternidad. En los barrios que circundan los estadios se esconden miles de historias y ruidos lejanos de gente que ha ido a una cancha de fútbol a vivir un simple, pero apasionado momento de distracción o, quizás, la gloria que no se vive de modo cotidiano. En estos lugares, un aire a experiencia de la temporalidad deja su huella en las paredes y fija en la memoria un recuerdo indeleble.

Los árboles, la gente y las casas que circundan Santa Laura parecieran hablarnos de otra época: de un barrio tradicional de Santiago de Chile que ha logrado sobrevivir a la retroexcavadora animalesca de las modernizaciones urbanas, un barrio que nació y creció en torno a la hípica y el fútbol y que se define a sí misma por esa condición (antiguamente, por estas calles estuvieron también las canchas propias de la UC y de Audax y viven en ellas muchos ex futbolistas). Por eso, aquí todo parece eterno y es el mismo de hace ochenta años el grito del vendedor de banderas como el de la vendedora de maní. La manera de jugar al fútbol ha cambiado, la manera de ver el fútbol ha cambiado, algunos hinchas son particularmente molestos por su excesiva agresividad, pero el de Unión parece el mismo de siempre, el que nos habla de cierta civilidad, pero al mismo tiempo de una cierta negativa quietud, que no transmite la pasión necesaria para que su equipo ponga en la cancha la mística que a veces se necesita para ganar los partidos.

Ubicados en algún sector de la Galería Honorino Landa, donde se ubica la parcialidad local, algunos cumplen con uno de los ritos santalaurescos: golpear con los talones el latón que cubre el espacio entre el asiento y los pies, simulando algo así como un temblor, en la expresión más genuina e infantil que puede haber en el hincha del fútbol chileno. En el sector del frente, en cambio, un respetable grupo de seguidores de Vélez llenan de lienzos los espacios vacíos y hacen sentir su presencia con el caractaerístico cantito trasandino, aquel de acento lento y afinado, pero que se escucha con fuerza en algunas ocasiones.

Nuestro fotógrafo, en tanto, se pasea por diversos lugares tratando de captar algo propio del ambiente: generaciones de hinchas hispanos (abuelo-padre-nieto), las vendedoras de sandwichs de carne mechada, las banderas rojas y amarillas, la salida del equipo. Pronto va a comenzar el partido y ya hay cierto ambiente copero.

En el primer tiempo, la Unión sorprende con buen fútbol y dos aciertos que lo dejan al borde de la clasificación. Pero Vélez nunca renuncia a la paciencia y ayudado por el tempranero descuento comenzando el segundo tiempo, se vuelca con toque hacia el arco de Limenza hasta encontrar, en los minutos finales, el gol que les permite pasar a la siguiente ronda. Recién entonces el elenco hispano logra despertar de su largo letargo, que hizo que pasaran todo el segundo tiempo en su propio campo, muy lejos de lo mejor que saben hacer: tener la pelota y hacerla rotar, como hace siete días en el Amalfitani, como en todo el Apertura 09 que valió un subcampeonato. La Unión termina pagando su adormecimiento con una eliminación tan justa como inesperada. Esta aparente contradicción tiene una única explicación: los errores defensivos y las desconcentraciones en los últimos minutos de juego, algo que en estas instancias se paga demasiado caro. La Unión hizo ver por momentos muy mal al último campeón argentino, pero fue incapaz de abrochar una clasificación por su inexperiencia y su falta de jerarquía necesaria para estos partidos. Vélez, de la mano de Caruso, el banquero que dio vuelta la tortilla, vuelve al otro lado de la cordillera junto a su bullanguera hinchada, como sobrevivientes de un duro duelo de 180 minutos del cual se levantaron estando en el suelo.

Con el fatal destino encarnado en el pito del árbitro, los hinchas rojos poco a poco se retiran del recinto cabizbajos, decepcionados, profiriendo insultos hacia su entrenador, aún no creyendo cómo su equipo regaló los dos partidos. Nosotros, en tanto, también nos retiramos tratando de encontrar una explicación futbolística para este resultado y apreciamos cómo la noche de primavera santiaguina de pronto parece más oscura y el barrio algo más melancólico. Santa Laura queda bajo una penumbra triste y solo los hinchas velezanos disfrutan. Nosotros, en cambio, nos contagiamos con el pesar general y parecemos un hincha derrotado más, silenciosos, tímidos, avergonzados.

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