Hubo un tiempo en que siendo estudiante secundario y luego universitario había que ingeniárselas para ir al estadio a ver a la U. Trabajar, juntar monedas en la semana, adueñarse misteriosamente del vuelto del pan, hurgar en la ropa de los trabajadores de la casa en busca de un billetito milagroso y, como último recurso, pedir plata a las afueras del estadio eran las estrategias habituales para no fallar domingo a domingo. Sin embargo, el pedir monedas para obtener una entrada nunca fue algo muy agradable y muchas veces lo hacía para completar lo que había reunido en la semana. Tenía que ver, eso sí, con una necesidad obsesiva de estar siempre adentro, en medio de la galería, de manera fiel, religiosamente, sin poder fallar nunca. Si por algún motivo no podía estar un domingo en medio de la barra, me sentía culpable, el peor hincha de todos, el pusilánime y sin aguante. Sin embargo, pese a descubrir que los réditos a veces eran abundantes y que incluso me quedaba, en ocasiones, dinero para los almuerzos de la semana, pedir dinero a los otros hinchas azules nunca fue cómodo. Más bien lo hacía de manera avergonzada, como escondiéndome un poco.
Pero en medio de esas funestas prácticas, se daban todo tipo de situaciones. Como esa vez que una persona me regaló una entrada de Andes -nunca había salido, casi, de la galería, por lo que eso sí que era un lujo- para un partido contra la Unión, año 94, que ganó la U 5-2, después de haber ido perdiendo por 0-2. Partido inolvidable, vertiginoso, de ese equipo que todavía dirigía Arturo Salah antes de irse al Monterrey de México. En general, habrá sido unas diez veces en un lapso de unos dos años -a la larga, casi siempre, mi padre terminaba subvencionando gran parte del valor de una entrada- hasta que en una ocasión, con motivo de la celebración por el campeonato de 1995, en un amistoso contra el Boca Juniors de Maradona (hizo uno de cabeza) que ganó la U 4-2, me encontré con unos compañeros de universidad y sentí vergüenza. Eran pares y no podía verme disminuido ante mis pares. Además, a esas alturas, ya había dejado de ser un adolescente y era lo suficientemente grande como para arreglármelas por mí mismo. Así que esa fue la última ocasión.
Distinta, en cambio, y anterior, y quizás más honesta, más lírica, más decididamente ingenua era la costumbre de ir a ver los últimos quince minutos de los partidos. Esto habrá sido más o menos entre los años '90 y '93, aún en etapa escolar. Cuando definitivamente no se tenía el dinero suficiente para la galería y cuando todavía no era generalizada la costumbre -que después se hizo desagradable por lo masiva, casi como pagar un peaje- de pedir a las afueras del Nacional, la alternativa única para no fallar era ir a darse una vuelta al recinto ñuñoino y entrar gratis por un puñado de minutos. Como vivía relativamente cerca del estadio -veinte a treinta minutos a pie- la situación se planificaba de la siguiente manera: escuchaba el primer tiempo por radio (en esa época no se transmitían los partidos por televisión) y apenas finalizaba partía al estadio, para llegar así más o menos a los quince minutos del segundo tiempo. Allí uno se encontraba con los vendedores de maní, de revistas antiguas (que desaparecieron para siempre) y de sándwiches de potito, el verdadero, que ya no se vende, y que solo en una ocasión osé probar para completar la iniciación como verdadero hincha del fútbol.
Pero también uno se encontraba con un lote de más o menos quince cabros jóvenes igual que yo y unos cuantos adultos que, con sorpresa lo descubría, iban a lo que exactamente iba yo: ver los últimos quince minutos gratis, una vez que abrían las puertas de todos los sectores. Estos cabros -con más calle- pululaban de un lado a otro, se pegaban a las rejas de Av. Grecia y trataban de convencer a los controladores de que abrieran las puertas no quince, sino veinte, veinticinco minutos antes, total, los jefes no se iban a dar cuenta y el partido ya estaría por finalizar. Uno descubría con sorpresa, también, que había que gente que se retiraba del estadio una vez terminado el primer tiempo o a los diez, quince minutos del segundo tiempo, una situación que, debo reconocerlo, no me podía caber por la cabeza entonces y que ahora puedo entender, excepcionalmente, con reparos. Esta gente salía y uno se esperanzaba de que las puertas fueran a ser abiertas antes de lo habitual, pero no, todo seguía su curso normal, claro que ahora los ruegos y diálogos entre hinchas y funcionarios se hacían más frecuentes. Entre ellos, dos tipologías de personajes solían cubrir la escena: el pelusa simpático, bueno para la talla, avispado, pero respetuoso, que hacía ver por todos los argumentos posibles -desde que nadie se daría cuenta hasta que todos éramos hinchas azules- lo beneficioso de una apertura de puertas generosa, rápida, pero callada, piola; versus el funcionario que escucha, pero que es férreo en su decisión, que comprende, pero que no puede hacer nada y que se lava las manos arguyendo que era su pega mantener las puertas cerradas y la tenía que cumplir llueve, truene o caigan patos.
A veces, por razones que solo la burocracia puede conocer, los controladores no abrían las puertas cuando debían hacerlo y uno descubría con nerviosismo que ya iban quedando diez minutos de juego, a veces cinco, y que esta vez el viaje había sido, en definitiva, en balde. Pero las puertas siempre se abrían de par en par en algún minuto y todos los que pacientemente habíamos esperado por entrar, partíamos corriendo lo más rápido que se pudiera a la galería sur, a la galería norte, a donde fuera, con tal de entrar lo antes posible. Pero por razones que también son difíciles de explicar, ir a ver los últimos quince minutos de juego terminaba siendo casi siempre una mala estrategia y, más bien, una forma de quedarse tranquilo, de ocupar el tiempo y de apagar cierta ansiedad por estar junto al equipo de tus amores. Porque la mayoría de las veces uno llegaba como con timidez a insertarse en medio de un ambiente que, de por sí, ya estaba caldeado, por lo general, tenso (hay que recordar que estos años, en lo deportivo, no fueron de los mejores, sobre todo el 90, en donde se jugó la Promoción), con la gente enojada, nerviosa, ya chata y con una historia previa dentro del partido que uno, como recién llegado, desconocía. En definitiva, uno entraba frío a la cancha, sin haber hecho el calentamiento previo y, a la larga, terminaba dando la hora. Uno no entendía por qué a tal jugador lo puteaban en especial (porque que quizás qué cagazo se había mandado) o por qué exigían al árbitro más de lo que uno consideraba normal.
Ir a ver esos quince minutos finales de los partidos de la U era como meterse en medio de una obra de teatro, en medio de un escenario repleto de actores, cada uno compenetrado en su personaje. Y uno, hasta cierto punto, no lograba conectarse completamente y terminaba viendo todo desde afuera, sin llegar a comprender nunca en qué punto iba la historia. El marcador electrónico te daba una señal, pero a la larga, no te decía nada. No te decía quién había hecho el gol si es que hubo un gol, y a veces no cabía preguntarle al de al lado quién lo había hecho, para que te mirase con cara de ¿y a este tipo qué le pasa? Entonces, uno debía imaginarse cómo había sido el gol y que lo había hecho Castec, Beltramo, Puyol o Cofré. Ir a ver esos quince minutos de fútbol, más bien, tenía relación con una necesidad enfermiza de llenar un vacío, de querer salir un rato del encierro hogareño o de soñar, por un fin de semana, con una victoria épica de último minuto, algo que para la U de esa época era toda una quimera. Tampoco fue una práctica habitual, pero cuando se iba para allá, uno sabía que debía estar dispuesto a volver con las manos vacías.
Una vez que terminaba todo emprendía el camino de vuelta, por lo general ya de noche, pensando que al día siguiente volverían las obligaciones estudiantiles de siempre. A veces, fantaseaba con grandes goleadas y vueltas olímpicas y me prometía a mí mismo que para entonces, para la próxima, debía hacer un mayor esfuerzo para poder entrar a la cancha desde el primer minuto y dejar de ser un esquivo disfrutador de fútbol por tan solo quince minutos. Para cuando llegaran esos triunfos esos quince minutos serían un tremendo sufrimiento que ya había que pensar en dejar de lado. Porque a la larga, se trataba de ir a ver a la U, a cualquier precio -en este caso, a ninguno-, pero ya era hora de empezar a hacerlo bien. Quince minutos de fútbol terminaban siendo una triste migaja y una demostración de hinchismo porfiado para una pasión que iba creciendo, anidada, desmesurada, de manera desproporcionada, por los colores de una camiseta que llevaba más de dos décadas sin gritar campeón.